PAISAJES HUMANOS DE MI PAÍS EN LA POÉTICA DE NÂZIM HIKMET

Nâzim Hikmet escribió buena parte de su obra (Poemas de las horas 21-22, Desde las cuatro cárceles, Rubayat) a lo largo de los trece largos años de prisión ininterrumpida que pasó en diferentes cárceles de su país, desde su última condena por un tribunal militar en 1938 y su liberación en julio de 1950, tras una considerable movilización internacional y una huelga de hambre que puso en grave peligro su vida,[1] pero la obra a la que se dedicó con indesmayable entusiasmo durante aquellos años de plomo fue Paisajes humanos de mi país.
Nâzim enviaba todo lo que escribía a Piraye, su primera mujer, que de esta manera se convirtió en la depositaria de toda la obra escrita por el poeta en prisión y muy particularmente de las aproximadamente 66000 líneas que Nâzim calculaba haber escrito de Paisajes humanos. Una parte considerable se perdió en los cajones de la censura penitenciaria y otra como consecuencia de las azarosas circunstancias que tocaron vivir al poeta y a sus próximos. Y, finalmente, otra debió de ser suprimida por él mismo: probablemente, la coherencia interna del poema exigió primar los paisajes más humanos sobre los puramente patrióticos.[2] La edición turca de Paisajes humanos de mi país no apareció hasta 1966, es decir, dieciséis años después de que el poeta abandonara su país y tres después de su muerte.[3]
Con esta obra, Nâzim Hikmet se propuso romper las fronteras entre los diversos géneros literarios. De hecho, en este largo poema encontramos frecuentes escenas dialogadas, incursiones en la historia y, sobre todo, una composición cinematográfica, una arquitectura que debe mucho a la técnica del guión cinematográfico con la que Nâzim estaba sobradamente familiarizado[4]. Desde el comienzo del poema, en la estación de Haydar Pasa, en la orilla asiática del Bósforo, el tren cumple una doble función. Por un lado, es el escenario donde intervienen —además de los presos, entre ellos Halil, trasunto del poeta— una multitud de personajes que, a través de sus conversaciones  y ensoñaciones, permiten al poeta proyectar frente al lector —como el espejo stendhaliano, pero también como lo haría una pantalla de cine— su visión de la sociedad. Mientras los diálogos ahondan la formidable caracterización física que hace de los protagonistas, sus ensoñaciones —a manera de secuencias retrospectivas o flashback— permiten al poeta retrotraer también en el tiempo su particular visión de los paisajes de su país. Pero, por otro lado, el tren es también un trávelin que, en un prolongado recorrido circular, pautado por los traslados de los presos, recorre las tierras de Anatolia.
El fragmento que presentamos a continuación corresponde al Libro Primero de Paisajes humanos de mi país e incluye una de esas escenas retrospectivas a que nos referíamos, en que uno de los viajeros del vagón 510 —en uno de cuyos compartimentos viaja un grupo de presos escoltados por guardias— rememora —en plena Segunda Guerra Mundial, objeto de discusión entre otros viajeros— los años de su juventud en medio de la Gran Guerra de 1914-18.
Fernando García Burillo
Kâzim de Kartal
            O también el agá Kâzim del pueblo de Yayalar
                        O también el señor Kâzim de Estambul
            (un hombre de 45 años que parecía un lobo)
dijo a Sakir: “Enciende un pitillo.”
Sakir de Sakarya
            (al que le sacaron diez cubos de agua de la tripa)
                        fuma su cigarrillo como si aplicara sal y tabaco
                                    a una herida abierta.
Terrible es su anhelo
De morir en un colchón de muelles.
Kâzim de Kartal
apoyó la cabeza en el respaldo de madera.
Entornó sus ojos amarillos de lobo.
A la par que el vagón,
            su cabeza se balanceaba a un lado y a otro.
Observaba a Sakir,
            “Soldadito”, pensaba,
                        “Soldadito, Soldado”.
Y una tras otra
Lo martillean sin cesar las ruedas
            (cada vez más rápido, cada vez más fuerte).
                                    Soldadito, soldado,
                                    Soldadito, soldado.
Y a Kâzim se le aparece el rostro del soldado
harapiento, agarrándose a los negros arbustos,
saliendo a duras penas de la oscuridad,
una enorme EXPEDICIÓN en años de la Gran Guerra.
¿Por qué es tan fácil ahora sentirse cómodo?
¿Por qué es tan difícil recordar las pasadas desgracias?
Kâzim de Kartal era guardafrenos en Pozanti,
                        corría el año 1917…
Día y noche los convoyes se dirigían a los frentes.
¿Dónde comenzaban, dónde acababan?
La caldera de los trenes se alimentaba con leña de pino.
El olor a leña quemada impregnaba los raíles.
Las vías férreas estaban en manos del ejército.
                                    Soldadito, soldado,
                                    soldadito, soldado.
                        En los cuatro frentes es el Apocalipsis.
Los vagones con capacidad para cuarenta
van abarrotados con ochenta, cien soldados.
Cerradas con candado las puertas de los vagones.
Pasan los trenes cargados de soldaditos.
                                    Soldadito, soldado,
                                    soldadito, soldado.
                        En los vagones cerrados no hay piedad…
Por aquel entonces Pozanti era la última estación.
El guardafrenos Kâzim de Kartal se quitó la ropa.
Se acuclilló bajo el sol a despiojarse.
Soldados y expediciones cubrían montañas y rocas.
Hambrientos y sedientos los que van; inválidos los que regresan.
La muerte es mandamiento de Dios, pero ojalá no existiera el hambre.
El hambriento es como un lobo presto al ataque,
el hambre nos vuelve peores que las bestias.
                                    Soldadito, soldado,
                                    Soldadito, soldado.
                        El comandante de la tropa no tiene piedad…
Pozanti está en lo más hondo de un barranco abrasado por el sol.
El guardafrenos Kâzim de Kartal observa:
El soldado de caídos bigotes
                        está en los huesos.
Destrozadas abarcas en sus pies.
El soldado delira tumbado boca abajo.
Rebusca granos de cebada entre las boñigas de los caballos.
El soldado lava la cebada en el río.
Y luego la seca al sol para comérsela.
Soldados y expediciones cubrían montañas y rocas.
La muerte es mandamiento de Dios, pero ojalá no existiera el hambre.
                                    Soldadito, soldado,
                                    Soldadito, soldado.
                        Como mucho un puñado de cebada,
            las boñigas de los caballos no tienen piedad.
A la izquierda del cruce hay una vía ciega,
en la vía ciega hay un vagón.
En el vagón hay seis alemanes sentados.
Rubicundos y culones.
Sentados a la mesa comiendo macarrones.
Tal vez no sean tan gordos,
pero así es como los ve Kartal.
                                    Soldadito, soldado
                                    Soldadito, soldado.
                        ¿Qué tiene de extraordinario ser alemán?
Hay un perro atado al vagón de los alemanes.
Pelo gris, orejas cortadas y el lomo bien rollizo.
Cuando el alemán se hartó, echó sus macarrones al perro.
Hasta el perro del alemán come macarrones.
Tal vez no los coma a todas horas.
Pero así es como lo ve el de Kartal.
                                    Soldadito, soldado,
                                    Soldadito, soldado.
El soldado avanza por la vía ciega.
El soldadito avanza hacia el perro.
Va arrastrándose a cuatro patas,
avanza un poco y se detiene,
ocultando la cabeza, como si fueran a apedrearlo.
                                    Soldadito, soldado,
                                    Soldadito, soldado.
Le quita los macarrones al perro y retrocede.
El soldado retrocede sin mirar atrás.
El hambriento es como un lobo presto al ataque,
el hambre nos vuelve peores que los perros.
Los seis alemanes aplauden al soldado.
La treta fue del agrado del alemán.
                                    Soldadito, soldado,
                                    Soldadito, soldado.
La perdiz va apeonando por las montañas,
pero en cuanto la hieren
                        se desploma y ya no se mueve.
La perdiz está descorazonada
            y aunque tuviera fuerzas ya no puede volar…
Las expediciones partían del cuartel de Selimiye,
en ese maldito lugar reunían a los soldados que volvían de permiso.
Ya había cicatrizado la herida y había terminado el permiso,
pero el soldado estaba descorazonado
                        y tenía una herida abierta en el corazón.
Ya la Gran Guerra toca a su fin:
            es el año mil novecientos diecisiete.
Así se hunda
el cuartel de Selimiye…
En el patio del cuartel
                        el suelo hierve
                                                de piojos.
Al caminar crujen bajo tus pies,
pisas la sangre que han chupado a los soldados.
Sangre que ha saciado a los piojos.
Sangre negra y muerta.
En el cuartel de Selimiye la carne de los soldados
                        no está cubierta de vello ni de piel,
                        sino de piojos.
En el patio leían la lista
                        de los que eran enviados al frente.
El soldado dudaba, la mirada perdida,
                        y no respondía.
Había perdido sus esperanzas
y solo guardaba su obstinación.
Devorados por el hambre y los piojos,
            cada día sacan los cadáveres de cien soldados,
el sargento se desgañita leyendo la lista
            hasta que amanece,
el soldado no saldrá con vida por esa puerta.
Pero el Estado es más fuerte que los soldados.
Una mañana,
el patio estaba repleto de soldados.
Puede que hubiera diez mil,
                        o tal vez más.
Un inmenso mar de soldados.
Se rascan y guardan silencio.
Hombro con hombro.
Un sargento flamante se subió a la mesa
                        (alto
                                    bigote negro
                                                            y quepis impecable),
            lee la lista, pero nadie responde.
Una hora, dos horas.
Si Memet es obstinado, también lo es el sargento.
Dos horas, tres horas.
Nadie responde.
El sargento ya no aguantó más
y desde la mesa maldijo a sus madres y a sus mujeres.
Es peligroso insultar a Memet en pleno monte,
            aunque esté solo
                        y esperanzado,
pero aún es más peligroso insultar en un cuartel a diez mil Memet desesperados.
La mano de Memet agarró la pata de la mesa,
y el sargento cayó del cielo al suelo.
Memet se agachó, se incorporó,
Y del sargento no dejó
Ni carne ni huesos ni tampoco el flamante quepis.
Avisaron al cuerpo de guardia.
Llegaron los Memet de guardia,
sin piojos, cebados y con bayonetas.
Entraron como lobos en un rebaño de ovejas.
Aullidos, el infierno.
Memet huye; Memet persigue.
Atraparon a unas dos mil ovejas.
Las enviaron a Haydarpasa en vagones cerrados.
En los vagones de cuarenta plazas
se apiñaban 80, 100 Memet.
Las puertas estaban cerradas con candados.
Los trenes iban repletos de soldados.
                                                Soldadito, soldado,
                                                Soldadito, soldado.
Tal vez yo mismo maté a un soldado,
una tarde,
en las escaleras de piedra
del cuartel de Selimiye.
Memet llevaba un pan en la mano.
¿Dónde lo habría encontrado?
                                                Quién sabe…
Los bigotes de Memet eran rubios,
                                                el pan era negro.
Deshice mi faja roja
                        (cuatro codos
                                    relucientes
                                                de lana y seda):
—Tú —le dije—, dame una rebanada
                        y yo te daré un codo de mi faja.
—¡Quiá! —replicó.
—¿Dos codos?
—¡Quiá! —repitió.
—¿Tres codos?
Memet quería toda mi faja de seda.
Sus bigotes eran rubios.
Yo miraba el pan.
Mi faja relucía en sus ojos.
Le di una patada en la ingle.
Memet se encogió y cayó de espaldas.
Se le había salido de la cabeza un trozo de hueso
                        como la viruta que sale de la madera de pino.
El pan en mi mano,
pero la sangre derramada
                        corría y se extendía
                                    viva y roja
            como mi faja de seda.
Por los escalones de piedra.
                                                Soldadito, soldado,
                                                Soldadito, soldado.
                        Cuando el hambre acecha,
                        ¿Memet ya no tiene piedad de Memet?…
Entrecerrados sus ojos de lobo amarillo,
La cabeza de Kâzim de Kartal se balancea a un lado y a otro
al compás del vagón.
Frente a él Sakir de Sakarya
                        se aproxima
                                    se aleja
                                                se aproxima.
Y Kâzim de Kartal,
rodeado por las imágenes de aquellos lejanos días
y las palabras que escucha en el vagón,
unas veces se deja llevar años atrás y otras regresa al presente.
Está hablando el dueño de la alforja-alfombra:
—Desde luego, no hay manera de resistir al alemán.
¿Con qué vamos a resistir?
¿Con las cuatro armas rotas que nos ha dado el inglés?
Cualquier mañana tendremos encima
                        sus escuadrillas de aviones.
Y eso no son pájaros que se cacen con escopeta
ni tampoco garduñas para cazar con una trampa…
Frente a Kâzim de Kartal
se yergue con toda su estatura Memet:
descalzo.
Con el fusil al hombro,
                        las balas en la cartuchera
                                    y un puñal en la mano…
Traducido del turco por Gül Isik Alkaç y Fernando García Burillo


[1] Anteriormente, el poeta había pasado ya en nueve ocasiones por la cárcel: en 1925, 1927-28 (tres procesos), 1931, 1933-34 (tres procesos) y 1936-37. Hay que decir que en 1938 fue procesado por primera vez por una jurisdicción militar, acusado infundadamente de mantener contactos con alumnos de la Academia del Ejército. Pese a la opinión de los abogados, dada la ausencia de pruebas, de que sería absuelto “con una probabilidad del 105 por cien”, lo cierto es que fue condenado a quince años de prisión; y, más grave aún, en junio de aquel año, al poco de concluir el proceso, fue trasladado a un barco de guerra donde fue sometido a un nuevo proceso, a raíz de que en un registro aparecieran libros suyos entre las pertenencias de algunos cadetes. En una nueva farsa de juicio, fue condenado a 13 años y cuatro meses, sin posibilidad de redención, que se sumaban a los 15 de la anterior sentencia.
[2] No se olvide que Turquía acababa de salir de una cruenta guerra de liberación que contó con un inmenso apoyo popular y al tiempo supuso el final traumático del antiguo régimen: el califato fue abolido y sustituido por una Asamblea Nacional que implantó un régimen republicano, separó la religión del Estado e instauró el sufragio universal. Nâzim, como la mayoría de los intelectuales de su generación, se sumó en un primer momento a esa oleada nacionalista y republicana, aunque muy pronto el nuevo régimen acabó convirtiéndose en una república autoritaria, ferozmente anticomunista, gobernada con mano de hierro por el Partido Republicano del Pueblo, convertido de hecho en partido único.
[3] En 1960, Editori Riuniti, la editorial del partido comunista italiano, había publicado Panorama Umano, la primera edición conocida de la obra, traducida al italiano a partir de una versión literal al francés preparada por Münevver Andaç, la segunda mujer del poeta, quien, en 1962, el mismo año en que apareció la edición rusa, publicó en Maspero (París) una versión incompleta: En cette année 1941.
[4] De hecho, el poeta ya había escrito un guión, basado en un relato de Selma Lagerlöf, durante su estancia de dieciséis meses en la cárcel de Bursa entre los años 1933-34.  Al salir en libertad, en agosto de 1934, gracias a la amnistía decretada para conmemorar el décimo aniversario de la república, trabajó para los estudios Ipek Film escribiendo guiones, doblando películas y ejerciendo de ayudante de dirección de Muhsin Ertugrul, por aquel entonces el director de cine turco más prestigioso. El propio Nâzim dirigió y escribió dos documentales (Sinfonía de Estambul y Sinfonía de Bursa, ambos en 1934) y un largometraje (Hacia el sol, estrenado en 1937).




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